Cuentos para niños sobre la perseverancia: la nariz del reloj de pared

Había una vez un reloj sin nariz. Llevaba nadie sabe cuántos años colgado de la pared en una tiendecita de relojes de la ciudad. En esta tiendecita habían muchos otros relojes, pero ninguno tan bien trabajado en los detalles como aquél. Solo que a este le faltaba una manecilla.


Cierto día, una niña apareció en la tienda de relojes de pared y le preguntó a su dueño:

- Señor, dígame: ¿qué fue lo que le pasó a ese reloj?

El dueño de la tienda se emocionó mucho por el sincero interés de la niña en aquel artefacto.
- Nada. Es un reloj sin nariz. 
-¿Y cómo se le puede arreglar? 
- Ay, niña, eso no es posible. He desperdiciado ya no sé cuántas manecillas, pero no he logrado que funcione con ninguna. Este reloj fue fabricado hace muchos años en una isla al otro lado del mundo, pero nadie la ha encontrado.  Parece que es cierto lo que dicen las leyendas...

A la niña se le abrieron los ojos como platos del asombro.
-¿Leyenda?
- Así es. Cerca del pueblo donde fue fabricado este reloj había una enorme montaña de la que se asegura que tenía propiedades mágicas.

El relojero le explicó también a la niña que de aquella montaña era de donde los relojeros del pueblo extraían los minerales con los cuales hacían las piezas de los relojes. Pero al parecer la montaña resultó ser un volcán e hizo explosión, destruyéndolo todo. Al parecer, el único reloj que sobrevivió de aquella catástrofe fue el que tenía la niña frente a sus maravillados ojos.

La niña compró el reloj con todos sus ahorros y se lo llevó a su casa. El tiempo pasó y la niña se convirtió en una de las más connotadas científicas del mundo. Obsesionada con el tiempo, creaba fórmulas que buscaban explicar porqué el hombre no podía tener control sobre el paso de las horas, cuáles eran los mecanismos que controlaban el tiempo y muchas otras cosas difíciles de entender.

Pero su verdadera obsesión era encontrar el pueblecito mágico, con la esperanza de hallar ahí la pieza que le faltaba al reloj. Cada vez que tenía un tiempo libre (no mucho) hacía un viaje al otro lado del mundo tratando de hallar aquel lugar misterioso del que le habían hablado en su infancia. 





Luego de años de trabajo y de haber ganado muchos premios internacionales, decidió dedicarse solo a viajar por todo el mundo y así proseguir su búsqueda.

Un día, ya mayor, llego a una isla cubierta de niebla. En ella había un volcán, en sus faldas un pueblo, en el pueblo una relojería y en la relojería un relojero. Aquel extraño personaje parecía llevar el peso de los milenios en su espalda, adornada por una gran joroba. Sus manos eran tan delgadas que aflojaría un tornillo utilizando solo las yemas de sus dedos.

En uno de los mostradores, la anciana descubrió un pequeño cofre de cristal que contenía una finísima varilla: una manecilla de reloj. 

La anciana se dijo para sí: “¡por fin encontré su nariz!”.

- Le ofrezco diez mil dólares - le dijo al relojero, tratando de contener su ansiedad.
- De ninguna manera.
- Le doy cien mil, ¡un millón!
- Señora, no insista por favor.
- Entonces, ¡póngale usted el precio! - dijo desesperada.
- Esta varilla no tiene precio.
- ¡Eso no es posible!

El relojero dibujó entonces una sonrisa de infinita compasión en su rostro.

Hace mucho tiempo - continuó el anciano - decidí fabricar un reloj para regalárselo a mi madre. Lamentablemente, ella falleció y yo quedé muy triste. Para calmar mi pena, decidí terminar el reloj. Ya estaba a punto de lograrlo cuando un día, para mi sorpresa, el reloj me habló así:

"En poco tiempo nos separaremos, querido amigo. Pero dentro de muchos años alguien vendrá para completar tu trabajo, completarme a mí. En premio a su tenacidad y perseverancia, no le cobres por la pieza que venga a buscar."


El relojero entonces le entregó el cofre a la mujer, que no pudo contener el llanto. De regreso a casa, le colocó la manecilla a su reloj, el cual dio su primera campanada con gran alegría. La anciana sintió que respiraba vida pura. Presa de un extraño presentimiento corrió por un espejo.

¡Descubrió que había rejuvenecido treinta años!

El mundo se conmovió por aquel milagro, pero poco a poco cada quien volvió a lo suyo. Luego de una vida muy larga y plena, la anciana falleció con una sonrisa en los labios, mientras el reloj de pared daba, al mismo tiempo, su última campanada.

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