Visita a la cabina del piloto: un hermoso recuerdo de infancia

Son las diez de la mañana y por fin nos dan el paso al avión. Caminando por aquella especie de oruga con forma de túnel, mi hijo me arrastra entusiasmado con la idea de volar, al fin, por primera vez.

Durante casi un año estuvimos planificando este viaje familiar. En todo este tiempo, los aviones se convirtieron en inspiración de sobremesas, dibujos y juegos. Nos costó un gran esfuerzo, pero ahí estábamos.


Mi pequeño aviador no desaprovechaba ni un solo detalle. Hasta el aroma característico de la bandas transportadoras y el olor a nuevo de los asientos del avión lo atraían. Al ingresar a la nave, una amable aeromoza lo saludó. Entonces, el mundo se detuvo.

Se había quedado mudo, ya no me hablaba ni de los aviones. Luego de unos minutos, me preguntó casi susurrando:

- ¿Viste esos ojazos, mamá? Esa señorita era muy bonita.

Antes del despegue le expliqué lo que sentiría. Temía que fuera a sentirse mal, pero fue una experiencia muy emocionante. En la aceleración final y cuando el avión se desprendía del suelo hacia la libertad del aire libre su rostro se transformó; era la viva expresión del asombro infinito. Su respiración estaba en suspenso y sus manos se aferraban con energía a los apoyabrazos. Al final, cerró los ojos y una sonrisa de plenitud le iluminó el rostro y me estremeció el corazón.

Mientras comentábamos todo lo que habíamos sentido en el despegue, se acerco la "señorita bonita" y agachándose invitó a Ale a visitar la cabina del capitán. Intercambiamos sonrisas y aceptamos.





Abrir una puerta nunca había significado tanto para los cortos años de vida de mi hijo. Ante él se extendía un asombroso festival de luces, palancas, clicks y bips. Al fondo, el cielo. El capitán lo recibió muy amablemente y lo invitó a su lado, al tiempo que intercambiaba saludos y una mirada cómplice conmigo.

Mientras le explicaba de una manera sencilla el funcionamiento de la nave, me embargó una gran alegría al ver a Ale realizando su gran sueño de estar en la cabina de un gran avión. Pudo tocar el timón, escuchar por los audífonos y mirar al horizonte, que en esos momentos empezaba a se invadido por blanquísimos copos de nube.

Se desplegaron luego la alfombra blanca, el cielo azulísimo, montañas nevadas, y mares sin fin. Al cabo de unos minutos, el capitán nos agradeció la visita y le regaló un avión de juguete a Ale, que lo recibió como si hubiera encontrado el tesoro de Aladino.

Tres meses después, ese avión sigue en un sitio preferencial de su dormitorio, como recuerdo del encuentro entre mi hijo y una de las más grandes expresiones de libertad y plenitud que podrá experimentar en su vida.

Al capitán, la aeromoza y toda la tripulación, mi más profunda y eterna gratitud por la ternura y amabilidad con que nos trataron a mi hijo y por haber enriquecido su infancia con aquella experiencia inolvidable.


Imagen: Lars Plougmann en Flickr.


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